
¿Qué pensabas tú, oh Inmaculada, cuando por primera vez acostaste al Divino Niñito en aquel poco de heno? ¿Qué sentimientos inundaban tu corazón mientras lo envolvías en pañales, lo estrechabas al corazón y lo amamantabas?
Tú bien sabías quién era aquel Niño, ya que los profetas habían hablado de Él, y tú los entendías mejor que todos los fariseos y los estudiosos de la Sgda. Escritura. El Espíritu Santo te había donado una inteligencia incomparablemente mayor que la de todas las demás almas juntas. Además, ¡cuántos misterios sobre Jesús habrá revelado única y exclusivamente a tu alma inmaculada ese Espíritu Divino que vivía y obraba en ti!
Ya en el momento de la Anunciación la Sma. Trinidad, por medio de un ángel, te había presentado de manera clara su plan de redención y había esperado tu respuesta. En ese momento, ¡sabías perfectamente a qué dabas tu consentimiento, de quién ibas a ser Madre!
Ahora lo tienes ante ti, en forma de débil recién nacido.
¡Qué sentimientos de humildad, de amor y de agradecimiento debieron de colmar tu corazón… mientras admirabas la humildad, el amor y el agradecimiento del Dios Encarnado hacia ti!
¡Llena, te ruego, también mi corazón de tu humildad, de tu amor, de tu agradecimiento!
(EK 1236, Echo Niepokalanowa, 24-XII-1938)