No olvidéis el amor

No olvidéis el amor

24 enero, 2018 | Escritos sobre San Maximiliano Kolbe

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Transcribimos el artículo de nuestro Asistente Nacional, Fr. Abel García-Cezón OFMConv, sobre el holocausto San Maximiliano Kolbe en Auschwitz, publicado en el número de septiembre de 2017 de la revista Antena Conventual.

“NO OLVIDÉIS EL AMOR”

Hay vidas e historias memorables a las que merece la pena volver con frecuencia, porque sugieren pequeñas o grandes victorias del amor sobre el miedo, el odio y la sinrazón cuando todo parecía perdido. Sin duda, una de ellas es la del padre Maximiliano María Kolbe, franciscano conventual polaco, fundador de la Milicia de la Inmaculada (Asociación Internacional de Fieles Católicospresente en 46 países, también en España) y de varias “Ciudades de la Inmaculada”, entre ellas Niepokalanów, cerca de Varsovia, con más de 700 frailes entregados al trabajo apostólico utilizando los medios más modernos: prensa, radio, cine… El 14 de agosto de 1941 moría en el campo de concentración de Auschwitz, donde había llegado el 28 de mayo de ese mismo año tras haber pasado varios meses entre torturas y palizas de la Gestapo en la cárcel Pawiak de Varsovia, lugar que “hacía helar la sangre”. Cuando llega al campo se le asigna el número 16.670, desempeñando, como casi todos los sacerdotes católicos, los trabajos más duros a nivel moral, como, por ejemplo, sacar los cuerpos de las cámaras de gas y llevarlos en carretillas a los hornos.

La historia es bien conocida. A finales de julio un prisionero se escapa del campo. Como represalia, el temible comandante Fritsch elige al azar diez compañeros del mismo bloque, condenándolos a morir de hambre y de sed. En medio del estupor de todos los prisioneros y hasta de los mismos nazis, el padre Maximiliano se ofrece a sustituir a uno de los condenados, el sargento polaco Francisco Gajowniczek: “Soy un sacerdote católico, estoy ya viejo. Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos”. Gestos como este, según supervivientes de los campos, no abundaban.  

La caravana de la muerte se pone en marcha. El padre Maximiliano desciende con los otros nueve prisioneros al sótano del bloque 11, “la prisión dentro de la prisión”, donde se aplicaban los castigos más infames. Comienza la lenta agonía, pero esta vez algo no cuadra… En aquella celda, tal y como contaron los guardias, no se escuchaban gritos desgarradores de desesperación y de dolor como otras veces, sino cantos de alabanza, palabras de consuelo, susurros de oraciones. Entre los horrores infernales de Auschwitz, paradigma de todo sistema de desprecio y de odio hacia el hombre y hacia lo que de divino existe en él (Juan Pablo II), brilló una llama de amor, una luz de esperanza y la grandeza de una vocación que llegaba a su culmen como había nacido: bajo el cobijo de la Inmaculada Madre de Dios. Los días pasan y el padre Kolbe, a pesar de su maltrecha salud, permanece inquebrantable al pie de la cruz, junto a su querida Madre del cielo. Había llegado el momento de ceñirse la corona roja que Ella le había ofrecido siendo niño. Uno tras otro los prisioneros fallecen, consolados, abrazados y bendecidos por un santo. Finalmente, el 14 de agosto, una inyección de ácido fénico termina con su vida terrena. Al día siguiente, su cuerpo es quemado en el horno y sus cenizas esparcidas al viento. Humanamente hablando: Un rotundo fracaso, una derrota del mal sobre el bien. Sin embargo, el padre Kolbe no murió, “dio la vida por el hermano”, como afirmó el Papa san Juan Pablo II en su canonización. O en palabras de Kierkegaard, “el tirano muere y su reino termina; el mártir muere y su reino comienza”.

El amor vence. Vence siempre. Es así que comprendemos la muerte de san Maximiliano María Kolbe, mártir de la caridad, es decir, ¡testigo del amor más grande! “No olvidéis el amor”, había dicho a sus hermanos antes de dejar Niepokalanów camino de la prisión. Acosado, sí, pero no desesperado; perseguido, sí, pero no abandonado; derribado, sí, pero no vencido  (cf. 2Corintios 4, 7), porque entregó su vida por amor. Y “el amor es más fuerte que la muerte” (Cant 8, 6).