Dar la vida como Cristo y San Maximiliano Kolbe: a propósito de una pretendida “eutanasia” evangélica (II)

Dar la vida como Cristo y San Maximiliano Kolbe: a propósito de una pretendida “eutanasia” evangélica (II)

11 mayo, 2019 | Escritos sobre San Maximiliano Kolbe

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(Continuación de la primera entrega de este artículo).

2. La tentación de la eutanasia

La vida, cualquier vida humana, es un don de Dios. Por ello, como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: “Él sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella”[1]. La vigencia de la norma moral, además, anclada en la ley natural, no depende de la voluntad o discrecionalidad del sujeto sino que debe guiar la libre conducta humana, sin perjuicio de que pueda haber circunstancias o condiciones que atenúen –o agraven- la correspondiente responsabilidad de tal sujeto por sus actos. En este sentido, “cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable”[2]. Se concluye, por tanto, que “una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador”[3]. Es obvio, por otro lado, que la reprobación de la eutanasia no legitima el “encarnizamiento terapéutico” y que los cuidados paliativos deben ser alentados.

A comienzos del pasado mes de septiembre, el Papa Francisco, dirigiéndose a los miembros de la Asociación Italiana de Oncología Médica levantaba su voz por estos nuevos descartados, potenciales víctimas de la mentalidad eutanasista que por desgracia se va extendiendo en nuestros tiempos y abogaba por la verdadera civilización del amor y de la vida: “la tecnología no está al servicio del hombre cuando lo reduce a cosa, cuando distingue entre el que todavía es acreedor de cuidados y el que no, porque se le considera solamente una carga ―y a veces un descarte―. La práctica de la eutanasia, que ya es legal en varios estados, solo aparentemente busca alentar la libertad personal; en realidad se basa en una visión utilitaria de la persona, que se vuelve inútil o puede equipararse a un costo, si desde el punto de vista médico no tiene esperanza de mejorar o ya no puede evitar el dolor. Por el contrario, el compromiso de acompañar al paciente y a sus seres queridos en todas las etapas de la enfermedad tratando de aliviar su sufrimiento mediante paliación u ofreciendo un ambiente familiar en los hospicios, que son cada vez más numerosos, contribuye a crear cultura y prácticas más atentas al valor de cada persona”[4]. Y advertía el Santo Padre: “si se elige la muerte, los problemas se resuelven en cierto sentido; ¡pero cuánta amargura hay detrás de este razonamiento y qué rechazo de la esperanza implica la opción de renunciar a todo y romper todos los lazos! A veces estamos en una suerte de vaso de Pandora: todo se sabe, todo se explica, todo se resuelve, pero ha quedado escondido solamente algo: la esperanza. Y también tenemos que buscarla. Cómo traducir la esperanza, es más, cómo darla en los casos límites”.

Sobre esta misma cuestión, un par de semanas después, en un discurso dirigido a la Federación italiana de los Colegios de Médicos[5], el Pontífice actual insistía en que la medicina, por definición, es un servicio a la vida humana y, como tal, implica una referencia esencial e indispensable a la persona en su integridad espiritual y material, en su dimensión individual y social: la medicina debe estar al servicio de todo el hombre, de cada hombre. En este contexto, según el Santo Padre, el paciente ha de ser acompañado con conciencia, inteligencia y corazón, especialmente en las situaciones más graves. Aseveraba el Papa a los médicos italianos que, con esta actitud, “se puede y se debe rechazar la tentación -inducida también por cambios legislativos- de utilizar la medicina para apoyar una posible voluntad de morir del paciente, proporcionando ayuda al suicidio o causando directamente su muerte por eutanasia”. Estas tentaciones, el recurso a la eutanasia o al suicidio asistido, para el Papa reinante, “son formas apresuradas de tratar opciones que no son, como podría parecer, una expresión de la libertad de la persona, cuando incluyen el descarte del enfermo como una posibilidad, o la falsa compasión frente a la petición de que se le ayude a anticipar la muerte”. En efecto, como nos recordaba la Evangelium Vitae, la verdadera “compasión” nos hace solidarios con el dolor de los demás, y no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar. Más que piedad compasiva, en este caso sería una perversión de la misma.

Por su parte, el autor del artículo que replicamos y que ciertamente no soporta la sana doctrina (cf. 2 Tm 4, 3) reconoce que su desafío al Magisterio provocará “repelús”. ¡Y cómo no lo va a provocar si raya lo blasfemo, al pervertir la fe y querer confundir al Pueblo de Dios! Se burla, además, del valor del sufrimiento hecho oración, ofrecido por amor, así como de la condición reparadora de la resignación cristiana, porque no le cabe en la cabeza un Dios, Padre bueno, que haga sufrir a sus hijos. Es en el fondo la recurrente pregunta mal planteada y, por tanto, mal respondida por el autor sobre el sentido del sufrimiento, así como la tendencia, tan humana, de huir de la Cruz que abrazó Nuestro Señor por todos nosotros. Obviamente la psicología nos enseñará que el sufrimiento debe tener sentido, el sufrir sin más no nos da ese sentido. Efectivamente, San Pablo se refería a completar en su carne lo que les falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1, 24). Naturalmente, no se trata de una visión estoica o fatalista ante el misterio del sufrimiento humano. Según el ejemplo del Buen Samaritano, el cristiano está llamado a ofrecer una respuesta caritativa y comprometida ante los distintos sufrimientos y dolencias de los hombres. Como recuerda la carta apostólica Salvifici Doloris de San Juan Pablo II, la historia de la Iglesia ha visto nacer numerosísimas iniciativas y organizaciones, cuyo objeto o carisma es asistir a los enfermos y necesitados. Frente a la eutanasia, por ejemplo, nos queda mucho por explorar del campo de los citados cuidados paliativos. Sin embargo, el autor viene a cuestionar y exigir la alteración de toda la Tradición inmutable de nuestra Santa Madre Iglesia, para convertirla, en suma, en una religión mundanizada y antropocéntrica de la inmanencia, al servicio de un mero bienestar físico y anímico, sin esperanza sobrenatural y negando la dimensión salvífica del sufrimiento ofrecido (recordemos que la Iglesia, entre otras acepciones, siempre ha celebrado la Eucaristía como el santo sacrificio del altar).

Nuestro autor, en su afán por deconstruir los fundamentos doctrinales de nuestra fe, ¡aduce el Evangelio contra el mismo Evangelio! En ello sigue a aquellos compatriotas de Jesús que le entregaron a Pilatos. “¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él era homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad porque no hay verdad en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo porque es mentiroso y padre de la mentira” (cf. Jn 8, 43-44). La mentira, aquí y siempre, debe ser denunciada. Nosotros no creemos que la libertad de expresión pueda amparar esta apología de una forma tan sutil de homicidio, especialmente de los más débiles -crimen y pecado gravísimo- y le pedimos a la Inmaculada que toque el corazón y la inteligencia del autor, para que reconsidere sus planteamientos equivocados y rectifique sus conclusiones, teniendo en cuenta que el escándalo a los más pequeños clama al Cielo (cf. Lc 17, 2).

Ello no obstante, nuestra repulsa no nos movería a escribir estas líneas, que seguramente podrían redactarse con mayor solvencia por personas mejor preparadas, sino fuera porque el autor del texto irreverente que impugnamos, en su atrevimiento, todavía alude con argucias al caso de San Maximiliano María Kolbe[6], como otro seguidor de la “eutanasia activa” que Cristo se habría aplicado en la Cruz. Así, tan extraviado autor identifica el ofrecimiento de la propia persona del santo franciscano polaco para salvar a otro compañero del campo de concentración de Auschwitz como una forma de eutanasia voluntaria, ya que equivalía, en su asombrosa percepción, a disponer libremente de su misma vida.Dr. Miquel Bordas PrószynskiVicepresidente del Centro Internacional de la Milicia de la InmaculadaPresidente del Centro Nacional en España de la Milicia de la Inmaculada

(Continuará).

[1] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2280.

[2] Ibíd., nº 2277.

[3] Ibíd.

[4] http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2019/september/documents/papa-francesco_20190902_aiom.html.

[5] http://w2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2019/september/documents/papa-francesco_20190920_medici.html.

[6] Transcribimos íntegro el fragmento en cuestión: “¿Defraudó al Evangelio el franciscano Maximiliano Kolbe, al ofrecerse voluntariamente a sustituir al padre de familia con hijos, condenado en Auschwitz a morir de hambre? ¡Juan Pablo II lo canonizó! Esta incongruencia romana de canonizar en Kolbe ‒que ni siquiera estaba en situación terminal‒ lo condenado en la eutanasia voluntaria, sólo es muestra de las tantas producidas a lo largo de la historia.