Dar la vida como Cristo y San Maximiliano Kolbe: a propósito de una pretendida “eutanasia” evangélica (I)

Dar la vida como Cristo y San Maximiliano Kolbe: a propósito de una pretendida “eutanasia” evangélica (I)

30 octubre, 2019 | Escritos sobre San Maximiliano Kolbe

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1. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

Con esta cita evangélica (Jn 15, 13) empezó San Juan Pablo II su homilía en la misa de canonización de San Maximiliano María Kolbe el 10 de octubre de 1982[1]. Citó también la primera carta de San Juan: “en esto hemos conocido el amor, en que Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16).

En un reciente artículo publicado en un conocido portal de información religiosa, su autor –dedicado a promover desde hace tiempo en sus textos la subversión de la Tradición de la Iglesia Católica, en línea con lo que desde hace dos mil años demanda el espíritu de este Mundo- postula en esta ocasión la aceptación de la eutanasia voluntaria (y, por extensión, del suicidio asistido) por parte del Magisterio, so pretexto de supuestas exigencias evangélicas[2]. Para hacerlo, movido por la sospecha y el disentimiento, ese autor pretende relativizar o diluir el contenido doctrinal de la enseñanza “oficial” de la Iglesia, como habría sucedido para el autor con el caso de la cremación o incineración de los cadáveres (práctica que habría estado prohibida severamente y sin excepciones hasta no hace tanto tiempo en el Derecho canónico, habiéndose permitido en la actualidad bajo ciertas condiciones[3]). Para ello, en lugar de buscar una comprensión de las cuestiones a partir de lo que se ha llamado la evolución homogénea del dogma en consonancia con el sentir de la Iglesia[4], el autor recurre a un argumento sociológico, motivado por una sedicente “opinión pública” cristiana, para forzar la reinterpretación de cualquier verdad incómoda que integre el depósito de la fe revelada, hasta su derogación, según y cuando convenga al spiritus mundi. Todo ello para concluir falazmente que, en particular, la eutanasia no se opone al cristianismo y que, según espera ese autor, llegará el día en que la fuerza del progreso de la conciencia social obligará al Magisterio de la Iglesia a aceptar la licitud de la eutanasia activa.

Para reforzar su desenfocada y errante tesis, sin ningún apoyo en la ciencia médica, en lo que sólo puede tildarse de inculta pedantería, el autor llega a invocar la misma conducta de Jesús, el cual, en un alarde de autodeterminación, habría dispuesto voluntariamente de su vida, abreviándola manifiestamente, en la Cruz. Olvida que Cristo subió al Madero cargando nuestros pecados y, con ellos, el sufrimiento de toda la Humanidad. Por otra parte, para redargüir las confusiones del autor aquí nos asiste la Veritatis Splendor de San Juan Pablo II, hoy más actual que nunca para defender la universalidad y la inmutabilidad de la Ley moral: “el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad propia de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida física. De este modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre, adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona que siempre debe ser afirmada por sí misma: mientras siempre es moralmente ilícito matar un ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligatorio dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor al prójimo o para dar testimonio de la verdad”[5].

Por ello, nos preguntamos asombrados ante las afirmaciones tan temerarias del autor: ¿qué tiene que ver esta entrega excelsa de la vida por el prójimo, como la de Nuestro Señor, con un acto (del ámbito de la medicina) respecto de un paciente en una situación más o menos irreversible, como la eutanasia? Conviene recordar aquí la definición de eutanasia de la Organización Mundial de la Salud (OMS) como aquella “acción del médico que provoca deliberadamente la muerte del paciente”, enmarcada en principio en un cuadro de padecimiento del paciente. De forma similar, la Asociación Médica Mundial (AMM) definió en 2013 la eutanasia como “el acto deliberado de poner fin a la vida de un paciente”. En cuanto tal, según la AMM, aunque sea por voluntad propia o a petición de sus familiares es contraria a la ética. Ello no impide al médico respetar el deseo del paciente de dejar que el proceso natural de la muerte siga su curso en la fase terminal de su enfermedad[6]. En nuestro país, el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos, en una declaración adoptada el 21 de mayo de 2018, entre otras cosas señaló: “(…) 3.- El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste. 4.- El médico está obligado a atender las peticiones del paciente reflejadas en el documento de voluntades anticipadas, a no ser que vayan contra la buena práctica médica”.

Es claro, por consiguiente, que el rechazo a la eutanasia no es una arbitrariedad del Magisterio de la Iglesia[7], sino que se trata de una práctica que la comunidad médica, desde el juramento hipocrático[8], siempre ha reprobado como contraria a los principios más elementales de la deontología profesional. En la recientísima Declaración conjunta de las religiones monoteístas abrahámicas sobre las cuestiones finales de la vida sus firmantes manifestaban que se oponen a cualquier forma de eutanasia, así como al suicidio asistido “porque contradicen fundamentalmente el valor inalienable de la vida humana y, por lo tanto, son actos equivocados desde el punto de vista moral y religioso, y deberían prohibirse sin excepciones”.

Por tanto, en la eutanasia estamos hablando de un acto “médico”, que exige la acción de un tercero (el facultativo) para conseguir su finalidad y, en principio, en una situación concreta, de enfermedad terminal o sufrimiento extremo e incoercible.

En cambio, para el autor del artículo que censuramos, el enfermo o incapaz y, en realidad cualquier persona, podrían estar legitimados o incluso moralmente obligados a poner fin a su vida o reclamar de otros la ejecución del fin de la misma –su propia muerte- “una vez llegado a situación irreversible de imposibilidad de hacer a otros bien alguno” o, simplemente, para evitar ser una carga para los demás. En definitiva, cualquier motivación subjetiva que fuera sincera sería válida y no objetable para ejercer el derecho absoluto e irreversible de la autodeterminación personal (autodeterminación entendida como un valor absoluto, aunque suponga la propia desaparición del sujeto), revestida, es claro, de autocompasión: ya que uno no puede darse la vida a sí mismo, al menos puede y, por tanto, debe quitársela. ¿Qué mal hace al prójimo la eutanasia activa? – se pregunta retóricamente el autor, amparándose sofísticamente, sin citarlo, en el principio clásico de alterum non laedere, olvidando que –en el plano natural- el hombre es un ser social, puesto que vive en sociedad y no se debe sólo a sí mismo, sino que la dignidad humana es un valor intrínseco indisponible, que no depende de la “calidad” subjetiva de la vida de un individuo. Estamos entrelazados y nuestros actos personalísimos siempre tienen efectos externos. Además, perpetrar la eutanasia exige también que sea un tercero el que conculque gravemente el quinto mandamiento de la Ley de Dios, inscrito en lo más íntimo de cualquier conciencia humana: “no matarás”[9]. El objeto del non occides se refiere al prójimo, pero también a uno mismo. Por su parte, la pretensión del reconocimiento de un supuesto derecho a la eutanasia de suyo supone que este sea garantizado por toda la comunidad política, o sea el Estado, a través de las respectivas instituciones del sistema de la Seguridad Social o mediante instituciones privadas integradas en el sistema público de salud. Es decir, que el acto homicida sea financiado con cargo a los contribuyentes, queriéndonos hacer cómplices del mismo a todos nosotros. Y no nos engañemos, antes o después, se restringirá el derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario que pueda estar involucrado en el tratamiento del paciente que solicite la eutanasia.Dr. Miquel Bordas PrószynskiVicepresidente del Centro Internacional de la Milicia de la InmaculadaPresidente del Centro Nacional en España de la Milicia de la Inmaculada

(Continuará).


[1] Véase la traducción castellana aquí.

[2] En esto resonarían los ecos de una refinada heterodoxia todavía más mefistofélica (en pluma del jesuita Juan Masiá), según la cual la eutanasia –definida eufemísticamente como “dejar morir”- sería una respuesta moral obligada, ya que “dejar morir dignamente no es matar, sino dejar nacer a la vida verdadera” (publicada en el mismo portal de información religiosa). Sin embargo, es de fe creer que tras la muerte hay una vida eterna, lo que entraña también la realidad del juicio, la salvación y la visión beatífica, el purgatorio e incluso la condena eterna en el infierno en caso de uno fallezca en situación de pecado mortal -pecado mortal es el homicidio o el suicidio- rechazando la misericordia divina, sin arrepentirse.

[3] Concretamente, la Instrucción Ad resurgendum cum Christo, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación, de 15 de agosto de 2016, recuerda que ya mediante la Instrucción Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que “la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos”, pero agregó que la cremación no es “contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural” y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la “negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia”. No se trataba, pues, de una cuestión correspondiente a un orden de fe o moral, sino de disciplina eclesiástica.

[4] Según lo enseñado desde la época de los Padres de la Iglesia y, en especial, por San Vicente de Lerins en su Conminatorio, fijando el criterio de la enseñanza fundamental que los cristianos han de creer: quod semper, quod ubique, quod ab omnibus creditum est (sólo y todo cuanto fue creído siempre, por todos y en todas partes). A este respecto, la Encíclica Veritatis Splendor de San Juan Pablo II aclara en su nº 27: “dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias. Esta actualización de los mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación y de una comprensión de las nuevas situaciones históricas y culturales bajo la luz de la fe. Sin embargo, aquélla no puede más que confirmar la validez permanente de la revelación e insertarse en la estela de la interpretación que de ella da la gran tradición de enseñanzas y vida de la Iglesia, de lo cual son testigos la doctrina de los Padres, la vida de los santos, la liturgia de la Iglesia y la enseñanza del Magisterio”. A este respecto, véase también el Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana de San Juan Enrique Newman, canonizado el pasado 13 de octubre de 2019, que le llevó a abrazar el catolicismo.

[5] Nº 50.

[6] Véase la Resolución adoptada por la 53ª de la Asamblea General de la AMM, Washington, mayo 2002 y reafirmada con una revisión menor por la 194ª Sesión del Consejo, Bali, Indonesia, abril 2013. Esta resolución recuerda la Declaración de la AMM sobre Eutanasia, adoptada por la 38ª Asamblea Médica Mundial, Madrid, España, octubre 1987 y reafirmada por la 170ª Sesión del Consejo, Divonne les Bains, Francia, mayo 2005.

[7] La Encíclica Evangelium Vitae analizaba admirablemente en su nº 15 -en 1995- la extensión de una mentalidad favorable a la eutanasia: “en un contexto social y cultural que, haciendo más difícil afrontar y soportar el sufrimiento, agudiza la tentación de resolver el problema del sufrimiento eliminándolo en su raíz, anticipando la muerte al momento considerado como más oportuno”.

[8] “(…) Me serviré, según mi capacidad y mi criterio, del régimen que tienda al beneficio de los enfermos, pero me abstendré de cuanto lleve consigo perjuicio o afán de dañar. Y no daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pidan, ni sugeriré un tal uso, y del mismo modo, tampoco a ninguna mujer daré pesario abortivo, sino que, a lo largo de mi vida, ejerceré mi arte pura y santamente”. Ciertamente, no hay que olvidar que la deontología médica actualmente tampoco se halla exenta de fuertes presiones ideológicas y legislativas para redefinir estos principios fundamentales hacia fórmulas antitéticas con los mismos, bajo confusas alegaciones a la autonomía del paciente, considerada en términos absolutos, o a la proscripción del paternalismo médico.

[9] Ese quinto mandamiento, a la luz de la profundización del sentido de la inviolabilidad y dignidad de la vida humana, ha llevado a que la Iglesia haya declarado recientemente que, en ningún caso, la pena de muerte podría ser admisible. Véase el Rescripto del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe “ex Audentia SS.mi”, de 02.08.2018, que dio nueva redacción al punto 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica.