En los últimos tiempos me ha tocado atravesar una cañada oscura, como esas de las que habla el salmo 22, o una noche oscura como esa de la que hablan mis dos poetas favoritos: san Juan de la Cruz y José Luis Martín Descalzo. Sí, así ha sido y así os lo cuento. La noche oscura comenzó así:
Como en la película de Michael Ende «La Historia interminable», una niebla oscura y fría, como una noche amenazante, se fue apoderando de mí y de mi futuro, sin que apenas pudiera darme cuenta. Mis piernas comenzaron a flaquear y mi andar se hizo lento y pesado; cualquier desnivel en la acera era una buena razón para caerme al suelo. Mi brazo izquierdo perdió su fuerza y se colgaba de mi hombro sin que pudiera dominarlo.
Mi vida se deslizaba por la pendiente de un abismo. Llegó un momento en que me orinaba en cualquier lugar sin poderlo controlar. Sobre todo me angustiaba que apenas podía rezar, ni tan siquiera escribir, que es mi pasión y mi afición más querida. Los correos electrónicos se acumulaban en mi ordenador y apenas tenía fuerza para ponerme a responderlos. Mi blog personal en internet se quedó paralizado -y así sigue-, como le sucedió a la mujer de Lot cuando miró hacia atrás.