«Que nuestros corazones y nuestra mirada sean transparentes y sencillos para
así descubrir la presencia del Resucitado en cada momento de nuestra vida»

Sentir vivo a Jesús es una maravilla que se realiza mediante la oración constante. «Tutear» al Señor es posible si se alimenta la comunión y la intimidad con Él. Según San Maximiliano María Kolbe «la oración es la expresión de un alma bella. El cuerpo humano tiene su origen en el polvo y después de la muerte se convertirá en polvo. También todas las actividades humanas están dirigidas a la madre tierra. Solamente en la oración el hombre eleva el corazón hacia el Paraíso y conversa con el Creador del universo, con la Causa primera de todo, con Dios» (EK 1208).
Rezar, según el mártir franciscano significa elevarse hacia el Creador, dirigirse a Dios por encima de todas las atracciones terrenales, por encima de todo obstáculo del mundo, más allá de toda barrera que se interpone entre el hombre y su Señor. La oración es conversar con Dios, conversar con Él, Creador del universo. Se trata de un auténtico diálogo en el cual el Altísimo le habla al hombre, y este responde. La oración es hablar con Dios en modo directo, habitual, perseverante. Para san Maximiliano la oración es el fluir continuo del diálogo entre el hombre y Dios-Trinidad, un encuentro amoroso e incesante en el que la criatura puede adorar, honrar, bendecir y glorificar a su Creador, y está disponible a escuchar su voz y su voluntad. A cada instante el hombre puede abrir su ánimo al Altísimo y expresarle amor y gratitud y, al mismo tiempo, obtener la ayuda que necesita para su camino espiritual. Esta conversación continua es el camino para acoger constantemente en su corazón la presencia del Resucitado. La oración nos ofrece, por tanto, la oportunidad de hacer experiencia del Resucitado, de percibirlo en nuestra propia vida y en todos los acontecimientos de la vida. Es la gran enseñanza de Maximiliano, el cual vive en la presencia del Redentor, experimentando la alegría profunda de la comunión con él.

El santo, en la Santa Misa, tiene el privilegio de estar con el Cristo vivo en la gloria. No es casualidad que atribuya un valor central a la Eucaristía, tanto para su propio camino de conversión personal como para el desarrollo de las obras que nacen de su adhesión a la voluntad de Dios. Cuando en el 1927 fundó la Ciudad de la Inmaculada en Polonia, el primer edificio que se construyó fue una iglesia de madera en la cual, desde el momento de su consagración, los frailes celebraban la Misa.

En su vida cotidiana San Maximiliano Kolbe se alimenta de la fuente inagotable de gracia que es la Eucaristía: todos los días en la celebración y en la adoración se da el diálogo vital y constante con el Resucitado, que se transforma en comunión sólida e indisoluble. Al acercarse al altar vive una experiencia de resurrección y de profunda introducción en el misterio pascual.

Existe una clara relación entre el amor y el cuidado con el que vive la celebración de la Misa y el martirio: Kolbe, sumergiéndose día tras día en el misterio de Jesús que se entrega a la humanidad, haciéndose pan partido para todos los hombres, aprende a transformar su vida en una continua ofrenda a Dios y a los hermanos. Entre la Eucaristía y Auschwitz existe un vínculo indisoluble, ya que es a partir de la kénosis del Señor que el franciscano polaco aprende el camino del martirio. En el altar está la escuela del Crucifijo, que representa para él un modelo de primera magnitud, en perfecto acuerdo con lo que enseña el Pobre de Asís.

La Inmaculada está presente en este encuentro entre el santo y el Resucitado, porque es mediadora y madre. La intercesión, el ejemplo y la protección de María son fundamentales, dado que Ella guía al santo a experimentar la presencia del Señor en el momento en que celebra la Misa cotidiana. De hecho, según el franciscano polaco «…no hay mejor preparación para la santa comunión que ofrecerla toda a la Inmaculada […]. Ella preparará nuestros corazones de la mejor manera y estaremos seguros de ofrecer a Jesús una gran alegría y demostrarle un amor muy grande» (EK 643).
Y está también convencido de que «después de la santa comunión rezamos nuevamente a la Inmaculada, para que Ella misma reciba a Jesús en nuestra alma y lo haga feliz, como nadie lo ha logrado hasta ahora» (EK 1234). Todo se realiza con el apoyo de la Inmaculada, cuya presencia amorosa garantiza una participación ferviente y fructífera en la santa Misa, mediante la cual el creyente está llamado a dar la mayor gloria al Señor.

El amor a la Inmaculada también tiene una característica Eucarística, ya que acercándose a Ella, gracias a su ejemplo y a su intercesión, los fieles pueden vivir con mayor atención el misterio de la presencia real del Salvador en el Santísimo Sacramento y, por tanto, con mayor libertad, convicción y concentración, alimentarse en el banquete de la Eucaristía. El ejemplo de Maximiliano nos invita a valorizar al máximo el momento en que vivimos nuestra participación a la Misa: es el lugar de nuestro encuentro con el Resucitado, es la escuela divina en la que aprendemos a entrar en una dinámica Pascual, en un camino que nos lleva con el sostén delicado y efectivo de la Inmaculada, a la vida eterna.
Para reflexionar

– Mi oración ¿me permite experimentar constantemente a Cristo resucitado?
– Mi oración ¿es un encuentro con el Señor, una experiencia de que Él está vivo y presente en mi camino?
– Mi oración ¿va más allá del ritualismo cuando me pongo en comunión con Cristo resucitado?
– María es la mujer que experimenta en la gloria la realidad de la resurrección: ¿Ella me recuerda que yo también me proyecto hacia la gloria eterna?