Dar la vida como Cristo y San Maximiliano Kolbe: a propósito de una pretendida “eutanasia” evangélica (y III)

Dar la vida como Cristo y San Maximiliano Kolbe: a propósito de una pretendida “eutanasia” evangélica (y III)

13 noviembre, 2019 | Escritos sobre San Maximiliano Kolbe

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(Continuación de la primera y segunda entrega de este artículo).

3. San Maximiliano, mártir de la Caridad y Patrono particular de nuestros tiempos difíciles

“Por alusiones”, consiguientemente, nos hemos visto forzados a reaccionar y polemizar con el autor del artículo que pretende equiparar moralmente la ofrenda que hicieron Cristo y San Maximiliano de sus vidas con la “opción” de una persona que decide voluntaria y conscientemente poner fin a su propia vida. Como es sabido, San Maximiliano -junto con sus seis compañeros franciscanos conventuales- fundó en 1917 la Milicia de la Inmaculada para “conquistar para la Inmaculada el mundo entero y todas las almas que existen y que existirán hasta el fin del mundo”[1]. Esa “conquista” del mundo para la Inmaculada, que es la extensión del Reino de Cristo y de su Iglesia, debe perseguirse por todos los medios legítimos, mediante la propia conversión, así como la de los alejados de la Iglesia, especialmente aquellos que la combaten más explícitamente (incluyendo su Magisterio); y la santificación de todos bajo el patrocinio de la Bienaventurada Virgen María Inmaculada[2]. Ese amor por el bien de las almas, avivado por la intimísima y gozosa contemplación de la belleza de la Inmaculada, la primera redimida y madre de los creyentes, animó su celo misionero y una abnegada actividad apostólica. En una de sus últimas cartas, mandada desde la cárcel de Pawiak en Varsovia y poco antes de ser trasladado a Auschwitz (12.05.1941), escribía San Maximiliano: “dejémonos conducir cada vez más perfectamente por la Inmaculada, adónde Ella quiera llevarnos y cómo Ella quiera, para que, cumpliendo bien nuestros deberes, contribuyamos a que todas las almas sean conquistadas por su amor”[3].

Allí, en Auschwitz, aquel 29 de julio de 1941, en represalia por la huida de un preso de su bloque (el 14), Zygmunt Pilawski, el comandante del Lager, Karl Fritzsch, eligió a otros diez presos, condenándolos a morir de hambre y sed en una celda del Bloque 11, mientras no fuera cazado el preso fugado. La escena es conocidísima. Uno de los condenados elegidos, el sargento polaco Franciszek Gajowniczek, se derrumbó, lamentando dejar huérfanos a sus hijos y viuda a su mujer. En ese momento, inesperadamente, el Padre Kolbe rompió filas y dirigiéndose al Lagerführer, solicitó intercambiarse por Gajowniczek. Esgrimió su condición de “sacerdote católico polaco” y su avanzada edad (aunque en realidad no había cumplido los 48). El comandante nazi, sorprendentemente, accedió a la insólita petición de nuestro fraile. Pero el acto heroico de San Maximiliano no sólo consistió en un gesto de caridad extrema hacia el desconsolado sargento polaco, sino en un acto sacerdotal sublime: descender a los infiernos más temibles de Auschwitz para acompañar y participar en la agonía de los otros condenados al suplicio.

De la relación en el proceso de canonización de San Maximiliano vertida por el preso Bruno Borgowiec, de nacionalidad polaca, que desempeñaba labores de administración en el campo de concentración alemán y debía cada día vaciar el cubo de excrementos de la celda (normalmente seco, porque los presos terminaban bebiéndose su propia orina) podemos leer que tras ser desnudados del todo, los presos fueron encerrados en la oscura y claustrofóbica celda. Los guardias, al cerrar la puerta, les gritaron: “os secaréis como tulipanes”.

Sin embargo, si hasta entonces lo que salía de aquellas horrorosas celdas tan solo eran lamentos de desesperación y gritos renegados, en esta ocasión, de la celda donde se encontraban San Maximiliano y sus compañeros presos únicamente se oían oraciones recitadas en alto, el Rosario y cantos religiosos, a los cuales se unían los presos de otras celdas. Durante aquellos larguísimos días de ejecución dilatada, las cálidas oraciones y los himnos a la Santísima Virgen se difundían por el subterráneo del bloque. El P. Maximiliano Kolbe comenzaba las plegarias o entonaba los cantos y el resto le seguía. Maximiliano Kolbe se comportó heroicamente, de modo sobrenatural, nada pedía y no se lamentaba, antes bien, daba aliento a los demás. Paulatinamente, dada su debilidad, las voces de los presos se fueron haciendo más flojas. Durante cada visita –sigue su narración Bruno Borgowiec- veía al P. Kolbe de pie o arrodillado en medio de la celda, mirando serenamente a quien entraba. Los guardias conocían su acto de ofrenda, sabían que todos los que estaban allí hacinados morían inocentemente; por esto, respetando al Franciscano, se decían: “este sacerdote es ciertamente un hombre bueno; no habíamos tenido a nadie así hasta ahora”.

San Maximiliano sobrevivió a la mayoría de sus compañeros de celda. Como la agonía de Kolbe y los últimos tres presos se alargaba, las autoridades del campo decidieron “abreviarles” el castigo: necesitaban la celda para albergar a nuevas víctimas. El 14 de agosto de 1941, pasado el mediodía, un esbirro alemán, Bloch, entró en la celda para inyectarles ácido a los sobrevivientes. San Maximiliano, musitando una oración en los labios y anticipándose al verdugo, extendió su brazo izquierdo. Aquí Borgowiec no aguantó y salió de la celda. Al volver, se encontró a San Maximiliano sentado, apoyado en la pared, con los ojos abiertos, fijos en un punto, y la cabeza inclinada hacia la izquierda (su posición habitual). Su cara serena y bella estaba radiante. Así falleció el mártir, el ángel de la caridad de Auschwitz, habiendo dado la vida, su vida y ello sin perjuicio de la responsabilidad criminal de sus verdugos, a los que con toda seguridad había perdonado.

Desde entonces, su luz iluminó y sigue brillando en las oscuras tinieblas de aquel campo de concentración.

Instantes después, Borgowiec y otro preso (Maximiliano Chlebik), bajo la atenta vigilancia de los agentes de las SS, llevaron el cadáver del Padre Kolbe a la sala de lavado. Al día siguiente, fiesta de la Asunción y 15 de agosto de 1941, unos presos transportaron el cadáver de San Maximiliano en una caja de madera al crematorio cercano. Una vez incinerado su cadáver, sus cenizas fueron esparcidas por los campos vecinos. La sepultura era el último honor que los nazis podían negar a sus víctimas; cuyo recuerdo debía erradicarse de la historia según sus verdugos. Los restos de Kolbe fueron incinerados, como postrer holocausto, y pulverizados por la Inmaculada, esparciendo el viento sus cenizas por el mundo entero.

Si volvemos a la homilía con motivo de la citada canonización que citamos al comienzo de esta serie, San Juan Pablo II dispuso que San Maximiliano María Kolbe fuera venerado en adelante también como «mártir”, mártir de la caridad (San Pablo VI había beatificado el 17 de octubre de 1971 al P. Kolbe como “confesor de la fe”[4]). Con todo, a este respecto, hace un par de años, el Papa Francisco, mediante la Carta Apostólica en forma de Motu Proprio “Maiorem hac dilectionem” de 11.07.2017, introdujo el ofrecimiento de vida como un nuevo caso del iter de beatificación y canonización, distinto del caso de martirio y de heroicidad de las virtudes[5].

En el siglo xx fue la Alemania nacionalsocialista la que introdujo la eutanasia legal (el famoso Projekt Aktion T4), destinada a eliminar principalmente a personas con deficiencias mentales o físicas. En aquel momento, no se hablaba todavía de una “eutanasia voluntaria”, pero el criterio de la vida que merecía ser vivida y el modelo del Übermensch –en el caso de los ciudadanos alemanes, la raza superior- se supeditaba a consideraciones de utilidad y eugenesia, y no al fundamental valor de la dignidad intrínseca e irremplazable de cada ser humano. Esa eutanasia se cobró unas 250.000 víctimas, consideradas “indignas” para vivir. Huelga decir que el suicidio fue también una práctica muy extendida en el III Reich (el mismo Adolf Hitler se quitó la vida al final de la II Guerra Mundial).

La eutanasia actual se asemeja materialmente a la propugnada por el nazismo, difiriendo formalmente en la supuesta voluntariedad de la misma, acaso porque en nuestros tiempos la eutanasia la quieren justificar por cuanto el enfermo, consciente y capaz, manifiesta libre y espontáneamente su deseo de morir. Negamos, en todo caso y por lo ya expuesto anteriormente, la exigibilidad de semejante “consentimiento informado” frente a terceros, aunque esta voluntad resultara ser “capaz, libre y consciente”. Y es que afirmamos, con la Evangelium Vitae, que la eutanasia voluntaria -en cuanto suicidio- es moralmente reprobable, ya que: “el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte”[6]. Y la cooperación necesaria con la eutanasia: “significa hacerse colaborador, y algunas veces autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni siquiera cuando es solicitada”[7].

Pero, nos preguntamos, ¿qué ocurrirá si el paciente estuviere afectado por un ánimo depresivo o que condicionare dicha voluntariedad? ¿O si el paciente que reclama la eutanasia fuere menor de edad o un discapacitado físico o psíquico, en contra de la voluntad de sus padres o tutores? ¿O cuando fueren los padres o los tutores los que reclamen la eutanasia de un menor o de un discapacitado, con o contra su voluntad? Lamentablemente, en los últimos años hemos presenciado atónitos en Europa demasiados supuestos de eutanasia legal o legalizada por la vía de los hechos consumados en esos casos mediante resoluciones judiciales, dictadas incluso en contra de las decisiones de los familiares.

San Maximiliano murió –fue asesinado- por una inyección de fenol: podríamos aventurarnos a decir que fue una de las primeras “víctimas” de la eutanasia moderna. En una de sus primeras alocuciones, el 5 de noviembre de 1978 en Asís, San Juan Pablo II llamó a Maximiliano Kolbe como “Patrono particular de nuestros tiempos difíciles”. En las litterae decretales por las que se disponía su inscripción en el libro de los santos, San Juan Pablo II declaraba a su compatriota franciscano como “patronum horum temporum”[8]. Ciertamente, San Maximiliano ostenta los más variados patronatos: incluso hay quien propone que sea declarado patrón de los “start-ups” por su capacidad emprendedora; o patrón y defensor de la familia, ya que dio la vida por un padre de familia. Si San José es el patrón de la buena muerte, nosotros, desde aquí, le pedimos humildemente a la Iglesia que declare a San Maximiliano Kolbe patrón contra la eutanasia, esa lacra de la anticultura de la muerte, promovida insistentemente por poderosos medios de comunicación, y cuya pérfida mentalidad nos invade, infiltrándose incluso en ámbitos pretendidamente eclesiales.

Nuestra Milicia de la Inmaculada promueve la iniciativa de los Caballeros al Pie de la Cruz, es decir, la actividad de aquellos miembros (mílites) que se encuentran en el lecho del dolor, enfermos o impedidos para ejercer sus actividades ordinarias o para un apostolado “externo”, pero que, consagrados a la Inmaculada sin límites, ofrecen paciente y amorosamente sus sufrimientos para la consecución de los fines constitutivos de la Milicia que, en realidad, son los mismos de la Iglesia, como no podía ser de otro modo. Se trata de la vanguardia, la avanzadilla más eficaz de nuestra asociación, que lucha para no desvirtuar la Cruz de Cristo (cf. 1 Cor 1,17). No se amoldan a este mundo (cf. Rom 12,2). Estos mílites se unen en ello a María, la Dolorosa, que estaba junto a la Cruz y que por el sufrimiento oblativo de su Corazón inmaculado, el corazón traspasado de la Madre del Crucificado, adquirió el título de “Corredentora”. Por ello destacaba el Concilio Vaticano II que en su peregrinación de la fe, María “mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida (cf. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo»”[9]. Por el contrario, pretender sobrellevar nuestras cruces con nuestras propias fuerzas y sin la gracia es una peligrosa y vana ilusión, ya que sin esa gracia la Cruz siempre nos terminará aplastando. En cambio, nosotros sabemos que en el sufrimiento, aunque sea extremo e insoportable, nunca nos faltará la gracia divina para arrostrarlo y, es más, ofrecerlo con gozo interior. Y es que la gracia es un don que Dios está deseando concedernos y –de hecho, concede a todos- pero que también, por ser algo inmerecido, desde nuestra pequeñez debemos pedir, acoger y agradecer humildemente. Esa es la gracia que María, como mediadora universal y salus infirmorum, nos concede tan maternalmente.Dr. Miquel Bordas PrószynskiVicepresidente del Centro Internacional de la Milicia de la InmaculadaPresidente del Centro Nacional en España de la Milicia de la Inmaculada

[1] Cf. EK 137.

[2] En este sentido, cf. EK 21.

[3] Cf. EK 960.

[4] Poco antes de su beatificación, el padre franciscano Joachim Roman Bar analizó, a partir de los testimonios de los hechos, la muerte de San Maximiliano en el artículo publicado en 1968 bajo el título “Śmierć O. Maksymiliana Kolbe w świetle prawa kanonicznego” [(La muerte del P. Maximiliano Kolbe a la luz del Derecho canónico) cf. Prawo Kanoniczne : kwartalnik prawno-historyczny 11/3-4, 81-154)].

[5] “Son dignos de consideración y honor especial aquellos cristianos que, siguiendo más de cerca los pasos y las enseñanzas del Señor Jesús, han ofrecido voluntaria y libremente su vida por los demás y perseverado hasta la muerte en este propósito. Es cierto que el ofrecimiento heroico de la vida, sugerido y sostenido por la caridad, expresa una imitación verdadera, completa y ejemplar de Cristo y, por tanto, es merecedor de la admiración que la comunidad de los fieles suele reservar a los que han aceptado voluntariamente el martirio de sangre o han ejercido heroicamente las virtudes cristianas”. Unos días antes, el Papa Francisco, en la audiencia general del 28 de junio de 2017, identificó el martirio –el testimonio- con la fidelidad a Jesús: «esta fidelidad al estilo de Jesús —que es un estilo de esperanza— hasta la muerte, será llamada por los primeros cristianos con un nombre bellísimo: “martirio”, que significa “testimonio”. Había muchas otras posibilidades, ofrecidas por el vocabulario: se podía llamar heroísmo, abnegación, sacrificio de sí. Y en cambio los cristianos de la primera hora lo llamaron con un nombre que perfuma de discipulado. Los mártires no viven para sí, no combaten para afirmar las propias ideas, y aceptan tener que morir solo por fidelidad al Evangelio. El martirio no es ni siquiera el ideal supremo de la vida cristiana porque por encima de ello está la caridad, es decir, el amor hacia Dios y hacia el prójimo. Lo dice muy bien el apóstol Pablo en el himno a la caridad, entendida como el amor hacia Dios y hacia el prójimo. Lo dice muy bien Pablo en el himno a la caridad: «Aunque partiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Corintios 13, 3). Repugna a los cristianos la idea de que los terroristas suicidas puedan ser llamados “mártires”: no hay nada en su fin que pueda acercarse a la actitud de los hijos de Dios. A veces, leyendo las historias de los muchos mártires de ayer y de hoy —que son más numerosos que los mártires de los primeros tiempos—, permanecemos estupefactos ante la fortaleza con la cual han afrontado la prueba. Esta fortaleza es el signo de la gran esperanza que les animaba: la esperanza cierta de que nada ni nadie les podía separar del amor de Dios que nos ha sido donado en Jesucristo (cf. 8, 38-39). Que Dios nos done siempre la fortaleza de ser sus testigos. Nos done el vivir la esperanza cristiana sobre todo en el martirio escondido de hacer el bien y con amor nuestros deberes de cada día».

[6] Nº 66.

[7] Ibíd.

[8] Cf. Acta Apostolicae Sedis – Commentarium Officiale, An. et Vol. LXXVI, 4 Ianuarii 1984, nº 1, p. 6.

[9] Cf. Lumen Gentium, nº 58.